El temor de un hombre sabio, el 3 de noviembre
Nos queda poco o menos para poder disfrutar del segundo día de la historia de Kvothe.
La editorial Plaza&Janes está sumida en la promoción de esta segunda parte de la trilogía de Kvothe. Hace unas semanas sorteaban ejemplares de la nueva novela en las redes sociales, ahora la expectación ha aumentado al subir a su web un fragmento del nuevo libro, en el que el protagonista asiste a una clase de Nominación con el profesor Elodin. Lo han titulado Hechos Interesantes, a ver qué os parece:
Elodin entró con aire resuelto en el aula, con casi una hora de retraso. Llevaba manchas de hierba en la ropa, y hojas secas enredadas en el pelo. Sonreía.
Ese día solo éramos seis alumnos esperándolo. Jarret no se había presentado a las dos últimas clases. Dados sus comentarios cáusticos antes de desaparecer, yo dudaba mucho que volviera.
—¡Bueno! —gritó Elodin sin preámbulo—. ¡Contadme cosas!
Esa era su nueva manera de hacernos perder el tiempo. Al comienzo de cada clase nos pedía que le contáramos un hecho interesante que él no hubiese oído nunca. Por descontado, Elodin era quien decidía qué era interesante, y si el primer hecho que presentabas no estaba a la altura, o si Elodin ya lo había oído, te pedía otro, y otro, hasta que por fin dabas con algo que le divertía.
—¡Adelante! —exclamó apuntando a Brean.
—Las arañas respiran bajo el agua —dijo ella de inmediato.
—Bien —dijo Elodin asintiendo con la cabeza. Miró a Fenton.
—Al sur de Vintas hay un río que fluye al revés —dijo Fenton—. Es un río de agua salada que discurre hacia el interior desde el mar de Centhe.
—Eso ya lo sabía —dijo Elodin negando con la cabeza.
Fenton miró un trozo de papel que tenía en la mano.
—Una vez, el emperador Ventoran aprobó una ley…
—Aburrido —lo atajó Elodin.
—¿Si ingieres más de dos litros de agua salada vomitas? —preguntó Fenton.
Elodin movió la boca mientras cavilaba, como si tratara de soltar un trozo de cartílago que se le hubiera quedado entre los dientes. Al final expresó su satisfacción con una cabezada.
—Eso está bien. —Señaló a Uresh.
—Se puede dividir el infinito un número infinito de veces, y las partes resultantes seguirán siendo infinitamente grandes —dijo Uresh con su extraño acento lenatti—. Pero si divides un número no infinito un número infinito de veces, las partes resultantes son no infinitamente pequeñas. Como son no infinitamente pequeñas, pero hay un número infinito de ellas, si las sumas, obtienes una suma infinita. De lo que se desprende que, de hecho, cualquier número es infinito.
—¡Uau! —exclamó Elodin tras una larga pausa. Se puso muy serio y apuntó con un dedo al alumno de Lenatt—. Uresh. Tu próxima tarea es acostarte con una mujer. Si no sabes cómo hacerlo, ven a hablar conmigo después de clase. —Se volvió y miró a Inyssa.
—Los yll nunca llegaron a desarrollar una lengua escrita.
—No es cierto —la contradijo Elodin—. Utilizaban un sistema de nudos. —Hizo unos movimientos complejos con las manos, como si trenzara algo—. Y ya lo hacían mucho antes de que nosotros empezáramos a garabatear pictogramas en pieles de oveja.
—Yo no he dicho que no tuvieran una lengua documentada —murmuró Inyssa—. He dicho una lengua escrita.
Elodin consiguió transmitir su tremendo aburrimiento con un simple encogimiento de hombros. Inyssa frunció el entrecejo.
—Está bien. En Esceria hay una raza de perro que pare por un pene vestigial.
—Uau —dijo Elodin—. Vale. Muy bien. —Señaló a Fela.
—Hace ochenta años, la Clínica descubrió la forma de eliminar las cataratas de los ojos —dijo Fela.
—Ya lo sabía —replicó el maestro agitando una mano.
—Déjeme acabar —dijo Fela—. Eso también significaba que podrían devolver la visión a personas que nunca habían podido ver. Esas personas que no se habían quedado ciegas, sino que habían nacido ciegas.
Elodin ladeó la cabeza con gesto de curiosidad.
—Cuando recuperaron la visión —continuó Fela— les mostraron objetos. Una esfera, un cubo y una pirámide colocados encima de una mesa. —Mientras hablaba, Fela iba trazando las formas con las manos—. Entonces los fisiólogos les preguntaron cuál de los tres objetos era redondo.
Fela hizo una pausa teatral y fijó la vista en todos nosotros.
—No sabían decirlo solo con mirar las figuras. Primero necesitaban tocarlas. Hasta que no tocaron la esfera no se dieron cuenta de que era la redonda.
Elodin echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, encantado.
—¿En serio?
Fela asintió.
—¡El premio es para Fela! —gritó Elodin alzando los brazos. Luego se metió una mano en el bolsillo, sacó un objeto alargado de color marrón y se lo puso en las manos a Fela.
Ella lo examinó con curiosidad. Era una vaina de algodoncillo.
—Kvothe todavía no ha dicho nada —le recordó Brean almaestro.
—No importa —dijo Elodin con brusquedad—. Kvothe siempre la caga con Hechos Interesantes.
Fruncí el ceño dejando clara constancia de mi enfado.
—Muy bien —concedió Elodin—. A ver qué tienes.
—Los mercenarios adem tienen un arte secreto llamado Lethani —dije—. Es la clave de lo que los convierte en guerreros tan fieros.
—¿En serio? —preguntó Elodin inclinando la cabeza hacia un lado—. ¿En qué consiste?
—No lo sé —dije con ligereza, solo para fastidiarlo—. Como ya he dicho, es secreto.
Elodin reflexionó un momento y negó con la cabeza.
—No. Es interesante, pero no es un hecho. Viene a ser como decir que los prestamistas ceáldicos tienen un arte secreto llamado Financia que es lo que los convierte en tan fieros banqueros. No tiene consistencia. —Volvió a mirarme con expectación.
Traté de pensar en otra cosa, pero no se me ocurrió nada. Tenía la cabeza llena de cuentos de hadas y líneas de investigación sobre los Chandrian que no conducían a ninguna parte.
—¿Lo ves? —le dijo Elodin a Brean—. Siempre la caga.
—No entiendo por qué perdemos el tiempo de esta manera —le solté.
—¿Tienes algo mejor que hacer? —me preguntó.
—¡Pues sí! —estallé—. ¡Tengo mil cosas más importantes que hacer! ¡Como aprender el nombre del viento!
Elodin levantó un dedo en un intento de adoptar una pose de sabio y fracasó por culpa de las hojas que tenía en el pelo.
—Los hechos pequeños nos llevan al gran conocimiento —recitó—. De igual modo, los nombres pequeños nos llevan a los grandes nombres.
Dio una palmada y se frotó enérgicamente las manos.
—¡Muy bien! ¡Fela! Abre tu premio para que podamos darle a Kvothe la lección que él tanto desea.
Fela partió la reseca cáscara de la vaina de algodoncillo. El vilano blanco de las semillas flotantes se derramó en sus manos.
El maestro nominador le hizo señas para que lo lanzara al aire.
Fela lo lanzó, y todos nos quedamos mirando cómo la masa de vilano blanco ascendía hacia el alto techo del aula para luego caer lentamente hasta el suelo.
—Maldita sea —dijo Elodin. Indignado, fue hasta el montón de semillas, las cogió y las agitó vigorosamente hasta que el aire quedó lleno de vilano de semillas de algodoncillo que flotaban suavemente.
Entonces Elodin empezó a perseguir con frenesí las semillas por toda la sala, intentando apresarlas al vuelo. Se encaramó a las sillas, corrió por la tarima del aula y se subió de un salto a su mesa tratando de agarrarlas. Al principio lo hacía con una sola mano, como quien va a coger una pelota. Pero no tenía mucho éxito, así que empezó a dar manotazos, como si matara moscas. Como esa técnica tampoco le funcionaba, quiso atraparlas con ambas manos, como un niño que intenta cazar luciérnagas ahuecando las palmas.
Pero no conseguía coger ni una pizca de vilano. Cuanto más lo perseguía, cuanto más frenético se ponía, cuanto más deprisa corría, menos atrapaba. La escena se prolongó durante un minuto. Dos minutos. Cinco minutos. Diez.
Habría podido durar toda la hora de clase, pero al final tropezó con una silla y cayó de bruces en el suelo de piedra, desgarrándose la pernera de los pantalones y lastimándose una rodilla.
Elodin se sentó en el suelo, sujetándose la pierna, y soltó una sarta de blasfemias furiosas como yo no había oído en toda mi vida. Gritaba, gruñía y escupía. Empleó como mínimo ocho idiomas, e incluso cuando yo no entendía lo que decía, el sonido de sus palabras hacía que se me encogiera el estómago y se me erizara el vello de los brazos. Dijo cosas que me hicieron sudar. Dijo cosas que me produjeron náuseas. Dijo cosas que yo ignoraba que fuera posible decir.
Supongo que podría haber continuado, pero al inspirar, jadeando y con la boca abierta, aspiró una de las semillas flotantes de algodoncillo, se atragantó y empezó a toser con violencia.
Al final escupió la semilla, recobró el aliento, se levantó y salió cojeando del aula sin decir una palabra más.
Aquella no fue una de las clases más extrañas del maestro Elodin.
Por suerte nuestra espera ya llega a su fin, y es que todo sabe a poco cuando se trata de conocer más la leyenda de Kvothe.