Crítica: «J. Edgar». (Des)Control
Resumen de la Crítica
Valoración
El que decidió contar la historia de Hoover es nada menos que Clint Eastwood. Hay algo también polémico en el Eastwood de los últimos años. Las últimas películas de quien ha sido denominado el último gran autor clásico de Hollywood han tenido críticas dispares.
En el caso de J. Edgar (2011), nos encontramos ante todo con un producto con una construcción cinematográfica impecable. La excelsa mano narradora de Eastwood se hace presente en todo su esplendor, lo cual no debería sorprender a nadie. La fotografía a cargo de su habitual colaborador Tom Stern es impresionante, la reconstrucción de época es excelente y el guión de Dustin Lance Black –ganador de un Oscar por su trabajo en Milk (2008)– es prolijo y lleno de diálogos cortantes, secos, cercano al estilo de otro guionista ‘de moda’ como es Aaron Sorkin. Y las actuaciones son más que interesantes, lo cual hace que uno se pregunte cómo es que la Academia no reconoció el trabajo de DiCaprio y Armie Hammer a través de alguna nominación a los Oscar de este año.
Muchos críticos han comparado a J. Edgar con Citizen Kane (1941). Pero no lo han hecho en cuanto a la forma –algo probablemente inalcanzable para cualquier obra cinematográfica hoy en día– sino en tanto la construcción de un mito. De ahí el nombre J. Edgar: único, indivisible, definitivo, marca ineludible que configura un estilo, un conjunto de caracteres, un hombre, nada más y nada menos. No se trata sólo de un film biográfico sino del relato de una parte de la historia de EE.UU. durante medio siglo y de cómo un ser humano llegó a tener en la palma de su mano a quienes se consideraban los más poderosos de esa nación.
Y por esa necesidad de presentar a Hoover como un ser humano antes de ser mito, ni el guionista ni el director juzgan al protagonista. No hay enseñanzas morales ni diálogos aleccionadores. Eastwood presenta a J. Edgar Hoover como alguien lleno de contradicciones pero no toma partido, lo cual le permite al espectador cierta distancia al momento del análisis.
Una de las contradicciones más fuertes y explícitas es la del contraste entre el Hoover en tanto símbolo político y social y el Hoover privado, ese que se recluye día a día en su despacho –de ahí la distancia que él mismo toma ante la asunción de un nuevo presidente, con un saludo frío desde lo alto de su balcón, como si estuviera más allá del poder político y la masa popular. Ese contraste evidencia una lucha que se da a lo largo de toda la película y que es un tema universal tan caro al cine: el desborde de las pasiones. Porque si Hoover representa una idea de control de la sociedad, de planificación y estrategia extrema para la extorsión y el chantaje, Hoover también es la exaltación de los más profundos deseos del ser humano. J. Edgar es un apasionado tanto por su trabajo como por quienes lo rodean: su madre y su colega y compañero durante muchos años, Clyde Tolson. Tal vez esto queda mejor reflejado en ese pequeño giro al final acerca de las memorias de Hoover.
Esta dualidad enriquece al filme, pero también es donde encuentra algunas fallas, en esos momentos en que las pasiones internas del protagonista parecen acaparar su mundo exterior –más notoriamente, la escena posterior a la muerte de su madre y una discusión con Tolson. Estas escenas parecen estar algo sobreactuadas y demasiado extendidas. El maquillaje para avejentar a los actores es otro punto en contra de la película.
Más allá de estos desaciertos, J. Edgar es un producto prolijo, muy bien relatado y escrito, de visión obligatoria para todo admirador de Clint Eastwood y también para todo aquel que quiera conocer algo más sobre uno de los personajes más importantes de la historia política del siglo XX.